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 El mito de la Revolución Francesa

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Odal
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El mito de la Revolución Francesa Empty
MensajeTema: El mito de la Revolución Francesa   El mito de la Revolución Francesa EmptyJue 15 Abr 2010 - 1:53

El mito de la Revolución Francesa




El mito de la Revolución Francesa Rjacobinos291204
La Revolución francesa es uno de los referentes inmortales para los
progresistas de los dos últimos siglos. La romántica y arrebatadora
imagen de la toma de la Bastilla o de las masas tomando las Tullerías se
ha hecho dueña de conciencias y ha movido voluntades. No hay político
de izquierdas que no se haya sentido heredero directos de aquellos
gallardos revolucionarios franceses que hace más de doscientos años, a
golpe de guillotina, acabaron con el Antiguo Régimen.

Lo cierto es que la Revolución francesa tiene mucho de admirable,
especialmente en su primera etapa. Esta fase moderada siguió en lo
esencial un esquema revolucionario clásico y sus logros bien podrían
estar a la altura de lo que los pioneros norteamericanos habían
conseguido en las colonias británicas sublevadas. Sin embargo, pronto se
pervirtió. En 1790, un año después de estallar la revuelta parisina, la
situación se había estabilizado. Monarquía y Revolución habían llegado a
una acuerdo por el cual la primera aceptaba las imposiciones de la
segunda y ésta se legitimaba a través de la corona, que servía como
engarce con el pasado.

La fuga del monarca a Varennes fue la coartada perfecta para que los
agitadores jacobinos hiciesen su agosto a costa del descontento popular.
La cosecha de 1791 había sido escasa y el alza de precios que le siguió
creó el caldo de cultivo adecuado para que las manifestaciones
callejeras y los desmanes se propagasen como la pólvora. La Revolución,
que venía incubando el virus jacobino desde los primeros días, dio el
giro de tuerca definitivo y sus destinos quedaron en manos de una
minoría. Siguiendo un diseño que, en revoluciones posteriores se
demostraría tremendamente efectivo, los jacobinos se hicieron con todo
el poder con la excusa de liquidar al "enemigo interior". El partido
jacobino era el modelo de minoría autolegitimada y radical que utiliza
el sistema para dinamitarlo desde dentro. Marat y Robespierre, sus más
conspicuos líderes, una vez se sintieron fuertes acusaron a todos sus
rivales políticos de ser contrarrevolucionarios y procedieron a su
eliminación inmediata. Las purgas se sucedieron. En septiembre de 1792
mil doscientos prisioneros fueron ejecutados sin juicio. Era sólo el
principio. Marat proclamaba desde las tribunas que la Revolución
necesitaba 100.000 sacrificios en su altar para librarse del fantasma de
la contrarrevolución. Meses después París se había convertido en un
inmenso tribunal jacobino por el que desfilaron miles de inocentes ante
una multitud enfervorecida. La revolución devorándose a sí misma.
Robespierre instituyó un abstruso Comité de Seguridad que se hizo
tristemente famoso por sus atropellos y por un celo homicida no conocido
hasta la fecha.

El asalto sobre la economía nacional no se hizo esperar. Conforme fue
avanzando el proceso, los revolucionarios trataron de parchear sus
desmanes con cada vez mayores interferencias en la economía. Un poder
absoluto precisaba de un control también absoluto sobre las finanzas
públicas. Recurrieron a prácticas como la emisión masiva de papel moneda
que desató una inflación feroz y empobreció sin remedio a casi todos
los franceses. Se expropiaron los bienes eclesiásticos en un postrer
intento de dotar de capital a un Estado que lo devoraba todo. De nada
sirvió. Conforme los abastos de las ciudades comenzaron a escasear los
revolucionarios impusieron controles de precios que, en lugar de
garantizar el abastecimiento, trajeron aún más escasez y dio lugar a que
las transacciones más comunes se sumergiesen en el mercado negro. En
1794 la economía francesa estaba devastada y la población al borde del
motín de subsistencia.

Las alarmas se encendieron en toda Europa. La primera revolución liberal
del continente había acabado ahogada en sangre, concluyeron muchos. Los
partidarios del Antiguo Régimen y el absolutismo miraron con resquemor y
desdén hacía Francia augurando el fin de la experiencia revolucionaria.
Sin embargo, nada de esto había sucedido en Norteamérica, muy al
contrario. Los colonos nunca habían puesto en entredicho la propiedad.
El espíritu de la Revolución Americana, era, esencialmente,
descentralizador y profundamente desconfiado del Estado. En Francia,
algunos revolucionarios, los de la primera hora, lo compartieron, de
hecho, al principio muchos veían en la caída del Antiguo Régimen el fin
de la vieja burocracia y el ocaso no sólo de los privilegios
estamentales, sino también de los abusos de la monarquía. En los recién
nacidos Estados Unidos no se desafió ni al derecho natural ni,
naturalmente, a la tradición. Paul Johnson asegura que la principal
diferencia entre las revoluciones francesa y americana es el carácter
religioso de la primera y el sesgo anticristiano de la segunda. En las
colonias emancipadas el individuo se convirtió en el centro del quehacer
político mientras que en Francia el nuevo Estado se arrogó la exclusiva
de la moral y hasta de la vida íntima de sus sufridos súbditos.

Mientras que la primera enmienda de la Constitución norteamericana,
ratificada en 1791, garantizaba la libertad de culto y negaba la
posibilidad de que la Unión se dotase de una confesión oficial, en el
reino del terror de Robespierre y sus sans culottes el Estado invadió
todas las esferas de la vida privada. Se impuso el uso del "tu" y se
procuró erradicar el lenguaje formal por considerarlo las autoridades
contrarrevolucionario. Los dialectos regionales fueron perseguidos y se
promovió el uso exclusivo del francés como lengua de la revolución. El
culto católico llegó incluso a ser abolido y reemplazado por una nueva
deidad, la diosa razón, a la que se le llegó a dedicar la catedral de
Notre Dame en una ceremonia grotesca, digna de un carnaval, en la que la
divinidad era representada por una prostituta. Los desvaríos de los
revolucionarios llegaron a todos los rincones, incluido el de la
medición del tiempo. Robespierre inauguró una cronología revolucionaria
destinada a regular la vida de todos los franceses. Los meses fueron
rebautizados y la semana dejó de tener siete días. Todas las
festividades tradicionales fueron eliminadas en el nuevo calendario. A
cambio, los miembros de la Convención, establecieron cinco fiestas
ideológicas. Y todo por evitar una supuesta contraofensiva
revolucionaria y construir una sociedad que presumían perfecta.

Los asesinatos políticos, la ruina económica y los extravíos en materia
moral y social de los jacobinos condujeron a su irremediable final. La
revolución volvió a transformarse en Saturno y tanto Robespierre como
Marat fueron devorados por el monstruo que ellos mismos habían creado.
En Norteamérica, sin embargo, los paladines de la rebelión contra los
ingleses pasaron a formar parte del panteón político de la patria y hoy
son justamente reconocidos como los Founding Fathers o Padres
Fundadores. George Washington, símbolo vivo de la liberación, una vez
conseguida la victoria, se retiró a su casa hasta que fue reclamado por
el Congreso para presentarse a las primeras elecciones.

A poco que se aplique una mirada juiciosa sobre el proceso
revolucionario francés sus carencias y excesos saltan a la vista. La
Revolución Francesa no fue la primera revolución liberal y, en todo
caso, le cabe el dudoso orgullo de ser la primera vez en la que una
minoría se hizo dueña absoluta del destino de millones de personas
defendiendo un ideal radicalmente distinto del que aplicaba en la
práctica. No es extraño que pensadores como Albert Mathiez considerase a
la francesa la precursora de la revolución bolchevique en 1917, o que
los socialistas del siglo XX viesen en ella el debut histórico de su
pretendida lucha de clases.

El resultado final de la Revolución francesa fue que, tras años de caos y
luchas por el poder, un militar, Napoleón Bonaparte, se hiciese con el
control del país y lo transformase en un imperio de talante tanto o más
absoluto que la monarquía borbónica. Habría de pasar casi una centuria
para que en Francia se consolidase el sistema republicano de corte
liberal, inspirado en la democracia representativa, el respeto a la ley,
la libre empresa y el gobierno limitado. Para entonces, para finales
del siglo XIX, los Estados Unidos habían emprendido ya el camino que los
llevaría a situarse como potencia hegemónica tras la primera guerra
mundial. Hacia 1870, cuando París se despertaba de la traumática
experiencia liberticida de la Comuna, Estados Unidos se extendía
imparable hacia el oeste basándose en las misma ideas que profesaban sus
fundadores, es decir, libertad, imperio de la ley y soberanía del
individuo. La revolución francesa o, mejor dicho, las experiencias
revolucionarias inspiradas en la Convención republicana, han cambiado el
mundo ciertamente, pero para peor.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2004/12/el-mito-de-la-r.html#more

_________________
Herederos de una historia cargada de Gloria y Honor, mil batallas, mil victorias, resistencia al invasor.
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